Corría el año 2002 y el porvenir
era algo que se vislumbraba entre neblinas; la crisis económica social y
política del Corralito nos enseñaba a pensar que no teníamos futuro. El
contexto nos masticaba. Al igual que el conjunto del pueblo, nos advertíamos
cómo las mismísimas cenizas producto de las llamas que habían incendiado al
país. Bajo aquel desconcierto que nos tocaba vivir a los 17 años, las cosas no
eran ni claras ni sencillas; y si bien gozábamos de la inmediatez del momento y
de quienes nos cobijábamos para transitarlo, la sensación de deriva nos
inundaba. Probablemente por ello intentábamos drenar aquel exceso. En ese
sentido, la música se convirtió en una empuñadura con una superficie en la que poner
las manos para levantar un refugio subjetivo. Pues creando no sólo sentíamos
que codificábamos -mediante un roñoso clima sonoro musical- un confuso instante
existencial, sino que además, nos preservarnos de lo incierto brindándonos
identidad, sustancia y sentido.
Ahora bien, grabar en aquel
entonces implicaba un proceso repleto de limitaciones. En efecto, no sólo no
sabíamos tocar, mucho menos componer, sino que tampoco contábamos con tecnología
de grabación. No era la época de los celulares multimedia, no existía el USB para
facilitarnos la trasferencia de datos y de ningún modo era frecuente tener una
placa de sonido en tu casa, es más, el internet era nulo. La única expectativa
que había para hacer un trabajo sonoro casero era advertir que muy lentamente
algunas computadoras domésticas (como la Pentium 4) adquirían la capacidad de
editar algo de audio, aunque su manera de absorber información era defectuosa e
híper low-fi. Francamente, tallar un disco sin acceder a un estudio de
grabación era una titánica labor que involucraba varios cables y bastante ruido.
En nuestro caso, lo más concreto que teníamos eran 2 micrófonos mal trechos y
prestados, algunos instrumentos y 4 atávicos canales que rústicamente se
enchufaban a una mezcladora que registraba el sonido sobre una cinta de
casette. Fue así que desde General Pico, La Pampa, realizamos esta frágil pero
muy querida grabación que nombramos “La Oreja”.
A
prácticamente dos décadas de la primera tirada de “La Oreja”, concluimos, como cantó
Gardel en Volver: "que veinte años no es nada". Pero ese transcurrir
temporal más que nostalgia nos mueve desconcierto. Pues no sólo seguimos
perdiendo en la carrera tecnológica de los utensilios de grabación, sino que
continuamos revolcándonos sobre la osamenta de las crisis, hoy ya no la del
Corralito sino que la causada por el Covid-19. Empero, pese a este paisaje
crítico nos alegra mucho que el sello discográfico “Pampanoise Records” situé
entre sus deseos artísticos la reedición de La Oreja, un disco que fue mal
parido desde un comienzo pero que, desde una metodología punk, a su modo supo
sonar entre toques de queda y patacones, en tanto que ahora, lo hace entre
pandemias y barbijos. Hoy nuestras orejas, veinte años más viejas, perciben que
su contenido vibra como un desperfecto collage de sentidos. Una vibración que
nos trae una memoria olvidada, la cual, nos recuerda que si bien todo podía
estar mal y que aún puede estarlo, también es posible sentar amistad y ponerse
a colorear una emponzoñada hoja mientras se empuñan rústicos crayones sonoros
que se proponen dibujar un refugio.